martes, 12 de abril de 2016

XXXV

  El encuentro con la amada
 tanto alguna vez, es un simple detalle,
 casi un programa hípico en violado,
 que de tan largo no se puede doblar bien.
       El almuerzo con ella que estaría
 poniendo el plato que nos gustara ayer
 y se repite ahora,
 pero con algo más de mostaza;
 el tenedor absorto, su doneo radiante
 de pistilo en mayo, y su verecundia
 de a centavito, por quítame allá esa paja.
 Y la cerveza lírica y nerviosa
 a la que celan sus dos pezones sin lúpulo,
 y que no se debe tomar mucho!
       Y los demás encantos de la mesa
 que aquella núbil campaña borda
 con sus propias baterías germinales
 que han operado toda la mañana,
 según me consta, a mí,
 amoroso notario de sus intimidades,
 y con las diez varillas mágicas
 de sus dedos pancreáticos.
       Mujer que, sin pensar en nada más allá,
 suelta el mirlo y se pone a conversarnos
 sus palabras tiernas
 como lancinantes lechugas recién cortadas.
       Otro vaso, y me voy. Y nos marchamos,
 ahora sí, a trabajar.
       Entre tanto, ella se interna
 entre los cortinajes y ¡oh aguja de mis días
 desgarrados! se sienta a la orilla
 de una costura, a coserme el costado
 a su costado,
 a pegar el botón de esa camisa,
 que se ha vuelto a caer. Pero hase visto!